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La Corona en primera línea frente a la desidia gubernamental


Durante la última semana, España ha sido escenario de unos incendios forestales de magnitud devastadora que han arrasado miles de hectáreas, provocado evacuaciones masivas y puesto a prueba la coordinación de emergencias en diversos territorios autonómicos. El desastre, que ya se perfila como uno de los episodios más gravosos de la última década, ha puesto sobre la mesa un asunto inesperado: la brecha entre la diligencia institucional de la Corona y la pasividad que, según múltiples voces, ha demostrado el Gobierno central en su reacción inicial.
Desde el primer día en que comenzaron los fuegos, Su Majestad el Rey se puso en contacto con los presidentes autonómicos de las regiones afectadas.

De hecho, fuentes cercanas a la Casa Real confirman que el monarca realizó llamadas personales de apoyo y seguimiento en las horas más críticas, interesándose tanto por la seguridad de los ciudadanos como por la coordinación de los equipos que trabajaban sobre el terreno. La implicación del Rey se percibió como un gesto de cercanía, pero también de responsabilidad institucional. No en vano, la Corona, dentro del marco constitucional, tiene entre sus funciones esenciales simbolizar la unidad y permanencia del Estado, algo que en situaciones de emergencia cobra aún más relevancia.

El contraste se ha hecho visible al analizar la actuación del presidente del Gobierno. No fue hasta diez días después del inicio de las llamas cuando se decidió a levantar el teléfono y hablar directamente con los presidentes autonómicos afectados. Este retraso ha sido interpretado por muchos como una muestra de desidia, de desconexión con las comunidades autónomas y de falta de sensibilidad hacia las familias que veían perder sus hogares o modos de vida en cuestión de horas. La tardanza en estas comunicaciones directas ha abierto un debate político y social que trasciende la gestión inmediata del desastre: ¿dónde queda la responsabilidad de un jefe de Gobierno cuando, en la práctica, su reacción resulta superada por la del propio Rey?

Resulta ilustrativo comparar la naturaleza de ambos gestos. El Rey carece de competencias ejecutivas en lo relativo a la gestión de emergencias; su papel es representativo. Sin embargo, esa misma representación exige estar al lado de los ciudadanos en momentos de dolor o incertidumbre. Y así lo hizo. En heridas colectivas como esta, no basta con enviar comunicados impersonales. La voz cercana, el gesto humano y directo del monarca llamando para expresar apoyo y transmitir solidaridad, generan un efecto pacificador que contribuye a mantener la confianza en las instituciones.

Por el contrario, el presidente del Gobierno sí dispone de competencias ejecutivas para movilizar recursos, coordinar apoyos internacionales y reforzar los dispositivos de emergencia. Era esperable, por tanto, que hubiese encabezado desde el minuto uno una estrategia de coordinación impecable, apareciendo como el rostro visible de una respuesta cohesionada. La ciudadanía entiende que quien está en La Moncloa debe ser el primero en dar explicaciones, en aportar certezas y en ponerse al frente de las medidas necesarias. La demora de diez días en algo tan elemental como llamar a los presidentes autonómicos proyecta una sensación de desconexión política difícilmente justificable.

Las tensiones entre la diligencia simbólica del Rey y la desidia del presidente del Gobierno hilan un debate de fondo: la vigencia de la monarquía parlamentaria como motor de estabilidad. Un jefe del Estado que, limitado en sus funciones ejecutivas, muestra más proactividad y sensibilidad que el jefe del Ejecutivo, pone en evidencia un desequilibrio en la ética del liderazgo. El hecho de que la Corona haya transmitido un mensaje de unidad mucho antes que el Ejecutivo central no es baladí: la percepción ciudadana se alimenta no solo de hechos concretos, sino también de gestos. La empatía, cuando falta en quien gobierna, se convierte en combustible de la crítica.

Conviene recordar que la imagen del Rey, en estos episodios, no solo se apoya en la tradición, sino que cobra fuerza como elemento cohesionador en un tiempo de crisis institucional. Mientras tanto, la figura del presidente del Gobierno sufre un desgaste inevitable: la ciudadanía exigirá explicaciones sobre el porqué de esa demora y el coste político inevitable de su aparente indiferencia.

Estos incendios han puesto al descubierto más que fragilidades naturales: han destapado la calidad del liderazgo político e institucional en España. Mientras el Rey actuó desde la prontitud y la cercanía, cumpliendo su papel simbólico pero elevándolo al nivel de un auténtico compromiso con la ciudadanía, el presidente del Gobierno aparece atrapado en la inercia de la burocracia y la distancia. En la adversidad, la diferencia entre la diligencia y la desidia no se mide en protocolos, sino en humanidad y tiempos de reacción. Un contraste que quedará grabado en la memoria colectiva y que marcará, sin duda, el juicio futuro sobre ambos liderazgos.

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