En una España que parece caminar a tientas por los senderos más inciertos de su historia reciente, la Corona se ha erigido como el último pilar de estabilidad institucional, el refugio moral y político frente al desvarío de una clase dirigente cada vez más entregada a los intereses partidistas y sectarios. Mientras las pulsiones ideológicas fragmentan el tejido social y los discursos populistas intentan intoxicar cada resquicio de convivencia, la voz serena y firme del Rey y la prudencia ejemplar de la Princesa de Asturias se alzan como recordatorio de que aún queda un sentido de nación, de mesura y de responsabilidad.
Basta observar el clima político para comprender el peligro de este momento histórico. Desde el Palacio de la Moncloa, la actual deriva gubernamental ha cruzado líneas que antes parecían infranqueables: ha manipulado las instituciones, ha dinamitado los consensos básicos de la Transición y ha introducido el fanatismo ideológico como herramienta de poder. No se gobierna para todos, sino contra aquellos que no comulgan con una visión estrecha y dogmática de la realidad. La izquierda, antaño defensora de la justicia social, se ha transformado en un aparato que busca imponer su moral y reescribir la historia a su conveniencia.
Este afán por dividir, por enfrentar a unos españoles con otros, se percibe en cada gesto político, en cada ley redactada con espíritu revanchista y en cada pacto vergonzante con quienes niegan la unidad de España. La connivencia con los separatistas —esa cesión constante ante las demandas de quienes no creen en la nación sino en su desmembramiento— representa una traición a la democracia y a la memoria de quienes construyeron un Estado de derecho sobre el consenso y la libertad. No es posible mantener la integridad de una nación cuando desde el propio poder ejecutivo se socavan los fundamentos de la justicia y se deslegitiman las instituciones que garantizan nuestra convivencia.
Vivimos tiempos donde la violencia ha dejado de ser solo física; se ha convertido en una violencia moral, ideológica y cultural. Desde las tribunas oficiales, desde los medios públicos y desde los púlpitos del pensamiento único, se estigmatiza al disidente, se persigue al que defiende ideas diferentes y se arrincona a quien osa reivindicar los valores tradicionales que cimentaron nuestro progreso. Esta crispación permanente es el resultado de una estrategia consciente: desgastar la cohesión social, fomentar el resentimiento y convertir la discrepancia en delito.
En medio de ese torbellino emerge la Corona como faro de serenidad. Frente al ruido y a la crispación, las palabras del Rey Felipe VI —siempre equilibradas y comprometidas con la Constitución— suponen un recordatorio de lo que significa el servicio público y el respeto a la ley. No hay en su discurso ideología ni cálculo político, solo la defensa de unos principios que se sostienen sobre el respeto, la unidad y la democracia. En un país que ha perdido el pudor de insultar a las instituciones, la figura del monarca encarna la continuidad histórica y la rectitud que algunos han despreciado.
Especialmente significativo es el papel de la Princesa Leonor. En sus intervenciones, guiadas por un sentido de responsabilidad impropio de su edad, se percibe la esperanza de una regeneración moral y patriótica. Sus palabras, sinceras y llenas de sentido institucional, han logrado llegar a una juventud acostumbrada al cinismo político. Ella representa la posibilidad de un cambio sereno, basado no en la ruptura sino en la reconciliación nacional. Frente al griterío demagógico, su compromiso con los valores del respeto, la solidaridad y la democracia es una bocanada de aire fresco.
Es precisamente esa lección de templanza lo que incomoda a quienes, desde los extremos, prefieren destruir antes que construir. La Corona no participa del juego sucio de la política cotidiana; no necesita prometer, ni mentir, ni maquillar su propósito. Su función es otra: garantizar la continuidad de un proyecto común que trascienda gobiernos y legislaturas. Y es esa permanencia, esa firmeza serena, la que irrita a los que viven del enfrentamiento. Porque donde el Rey y su heredera tienden puentes, el actual poder promueve abismos.
La España actual no necesita más dogmas ni más enfrentamientos. Necesita instituciones estables, valores compartidos y una voluntad común de superar la crispación. Y esa voz de concordia, que la izquierda ha perdido en su carrera hacia la radicalidad, solo la conserva hoy la Corona. Al recordarnos que el respeto y la democracia no son patrimonio de ningún partido, sino herencia común de todo un pueblo, el Rey y la Princesa nos invitan a recuperar la dignidad cívica.
La historia demuestra que cuando se desprecian las instituciones, cuando se ridiculiza la tradición y se sustituye la razón por el odio, el resultado siempre es el caos. Por eso, ante el intento de unos pocos de volver a dividir España, la Corona se erige como el último remanso de estabilidad y sensatez. Su sola existencia recuerda que la nación no pertenece a los partidos, sino a los españoles que la sostienen día a día con esfuerzo y orgullo. En esa fidelidad a los principios constitucionales, en esa defensa firme de la unidad y la libertad, radica la verdadera esperanza de esta España confundida y manipulada


Gracias por vuestra comunicación
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