Fernando VII nació un 14 de octubre de 1784 en el Escorial. La venida al mundo de este «robusto Infante destinado para la gloria y el engrandecimiento de España», según decía la gaceta, llenó de alegría a Carlos y a María Luisa, entonces príncipes de Asturias, ya que los cuatro hijos varones que habían tenido murieron todos en la más tierna infancia. Fernando a los cuatro años de edad caía gravemente enfermo. María Luisa intercedió ante San Fernando por la salud de su hijo he hizo voto de acudir a Sevilla para orar ante la tumba de santo si el príncipe salvaba la vida, promesa que cumpliría en 1796. La salud de Fernando fue delicada.
Carlos IV subió al trono en 1788, tras la muerte de su padre Carlos III y Fernando era reconocido Príncipe de Asturias por las cortes. A comienzos de 1729, el padre Benito Scio era nombrado educador y único preceptor de Fernando, sobre el que apenas ejerció influencia por fallecer al año siguiente de su magisterio. Su sucesor fue Francisco Javier Cabrera, Obispo de Orihuela, que debió el nombramiento a Godoy por ser paisano suyo y sumiso servidor. El nuevo educador impulso a su alumno de 11 años un estricto plan de estudios y un rígido y agotado horario, que empezaba a las 6:00 de la mañana y terminaba a las 9:00 de la noche, mitigado por las horas de las comidas y una breve siesta . El plan de estudios del obispo de Orihuela requirió una más amplia colaboración de profesores, en cuya elección se advierte la mano de Godoy.
Carlos IV intento aficionar a su hijo al noble deporte de la caza, pero Fernando nunca sintio interés. Lo mismo ocurrió con la equitación.
Dos sucesos, que marcarían su actuación posterior, dejaron una profunda huella en el carácter de Fernando. El primero se produjo durante el viaje Sevilla para cumplir el voto que su madre había hecho de orar ante sepulcro de San Fernando. Tras la firma de la paz de Basilea, que ponía fin a la guerra con Francia, los Reyes concedieron a Godoy el título de Príncipe de la Paz y el permiso para que sus criados pudieran vestir como los de la casa Real. Fue en Badajoz, donde los Reyes y el Príncipe permanecieron alojados en la propia casa del válido, cuando en Fernando empezó a gestarse un profundo ocio hacia él, a tomar conciencia del poder que Godoy ejercía sobre sus padres. El segundo fue la decisión que tomó Godoy de nombrar profesor de Fernando a Juan Escóiquiz, uno de los más asiduos y serviles aduladores, quien, el tribunal eclesiástico, tenía abierta una causa reservada porque se tenían pruebas de que cohabitaba con su ama de llaves, a la que hacía pasar por su sobrina y de la que tenía dos hijos. Godoy, que conocía este hecho, se complació en ampararle en la seguridad de que sería fácil mantenerme fiel a su persona. Pero Escóiquiz, que era un adulador con ambición de poder, se creía Richelieu y aspiraba a suplantar a Godoy.
El astuto Escóiquiz se daría perfecta cuenta del temor que tenía Fernando a que el valido le arrebatara la corona, por lo que decidió aprovechar este miedo en beneficio propio. En vez de instruirme, se dedicó a inculcarme un feroz odio a sus padres y a Godoy, para lo que no tuvo que hacer un gran esfuerzo, ya que encontró una mente receptiva. Le enseñó a desconfiar de todos, a practicar la falsía y el disimulo. Bajo su influjo, Fernando fue incapaz de amar y si de recelar y temer. Su carácter se hizo frío, reservado e impasible a cualquier sentimiento. Hablaba poco, reía menos y paso su vida entre el temor y la sospecha. Toda la maldad que afloró en Fernando fue la obra de la ambicioso y retorcido Escóiquiz. Desgraciadamente, ninguno de sus profesores, excepto el padre Bencomo, se ocupó de cultivar su intelecto. Todo en el derivó hacia la astucia, la sagacidad y la venganza. Contribuyó a moldearlo en esa dirección el ambiente que le rodeaba: su astuto preceptor, los chulos, galopines, palafreneros, criados y gente de elevada condición social, pero no moral. Su maestro de pintura, Antonio Carnicero, no consigo sacar provecho de sus lecciones, pero al menos le inculcó cierto amor por el arte. Su afición al billar obligo a instalar mesas en todos los Reales sitios. Hasta nosotros a llegado la célebre frase: «así se las ponían a Fernando VII». Los maestros castrenses tampoco tuvieron éxito en su educación militar.
Carlos IV, tras reponerse de la grave enfermedad que le sobrevino en 1801, pensó en casar cuanto antes a Fernando. Después de muchos cabildeos y fallidas tentativas, se acordaron los enlaces de la infanta María Isabel con el príncipe Francisco, heredero del reino de Nápoles y de Fernando con María Antonia, hermana de Francisco. Las bodas se celebraron por poderes en Nápoles, el 25 de agosto de 1802. Dos meses más tarde los príncipes napolitanos llegaban a Barcelona, donde les esperaba la Familia Real Española. Las fiestas nupciales se celebraron a lo grande durante tres meses.
Tenía Fernando 18 años cuando contrajo matrimonio con su prima hermana María Antonia. María Antonia tenía unos pocos meses menos. La dulzura de su carácter no se avenía con el de su esposo, que era reservado, frío, hosco e insensible a todo afecto. María Antonia recibió una desagradable impresión cuando vio por primera vez a Fernando. Así se lo manifestó, en una carta a su cuñado el archiduque Fernando desde Aranjuez «bajo del coche y veo al príncipe: creí desmayarme, en el retrato parecía más bien feo, pues bien, comparado con el original es un Adonis. ¿Os acordaréis que santo Teodoro escribía que era un buen mozo, muy despierto y amable?. Cuando está uno preparado encuentra el mal menor, pero yo que creí esto, quedé espantada al ver que era todo lo contrario».
Pese a las insinuaciones de María Antonia, transcurrido casi un año sin que el matrimonio se consumara. Todo parece indicar que Fernando sufría una impotencia pasajera, a lo que se añadía un total desconocimiento del sexo opuesto. María Carolina, madre de la princesa, dudaba de la virilidad de su yerno y lamentaba la situación de su hija .
El carácter alegre de María Antonia se agrio pronto. A la amargura de tener que soportar un marido celoso, antojadizo y caprichoso, que le prohibió gozar del placer de la lectura, se añadieron la rigidez de la etiqueta palaciega y las tensas relaciones que mantuvo con su suegra. Los epítetos que María Luisa aplicaba su nuera, reflejados en la correspondencia que mantuvo con Godoy, son todo un poema. Todo cuánto hacía María Antonia le parecía censurable, pecaminoso e inconvenientes .María Carolina tampoco tenía una gran consideración a su nuera, la infanta María Isabel. Quejándose de la infame conducta de la corte de Madrid, escribía a Gallo desde Portici: «después de la condescendencia que tenemos con la pequeña bastarda – le aplicaba este epíteto porque se atribuía Godoy la paternidad de la infanta- epiléptica que poseemos y a la que quiero porque es buena y no es culpa suya haber sido procreada por el crimen y la maldad».
Por fin, María Antonia perdió la virginidad en una noche en que, tras el coito, Fernando, en un rato momento de entrega compa confesó a su esposa el odio que sentía por Godoy, y ella, en otra confidencia, le respondió que también le detestaba.
Después de aquella primera noche de confidencias, los príncipes empezar a relacionarse con gente es que detestaban a Godoy y eran contrarios a su política. Escóiquiz, que había sido desterrado a Toledo por orden de Carlos IV, vino Madrid de incógnito para vertebrar el partido fernandino, formado en un principio por el Duque del Infantado, el Conde de Teba y el Duque de San Carlos. Después se les unirían los Infantes Antonio y Carlos María Isidro, el Duque de Montemar, el Marqués de Ayerbe y una multitud de criados que habrían de desempeñar un papel tan importante como el de sus señores. Los fernandinos siguieron, por oposición, una política opuesta a la de Godoy, anglófila o francófona, enarbolando la bandera del odio al valido y a los Reyes padres, depositando las esperanzas en el buen gobierno que se esperaba de Fernando, a quien ya se empezaba a llamar el deseado. Godoy y la Reina María Luisa estaban al tanto de la reuniones y de las intrigas que se fraguaban en el cuarto de los príncipes, de las que era un asiduo contertulio el embajador inglés. Y la reina, no sabiendo qué decisión tomar, preguntaba a Godoy.
La dedicada salud de María Antonia se fue deteriorando. En noviembre de 1804, un aborto, del que apenas si se recuperó. Durante meses luchó contra la tuberculosis, que le atacó las vías respiratorias del aparato digestivo. El 21 de mayo de 1806, a las 4:00 de la tarde, fallecía María Antonia en Aranjuez.
Caliente aún el cuerpo de María Antonia, quedó planteado la cuestión de encontrar una nueva esposa para el príncipe. Se propuso a la princesa de Beira; pero Godoy, o Carlos IV, para evitar alianzas con familias enemigas de Francia, pensaron que la mejor candidata era María Luisa de Borbón y Vallabriga, segunda hija del Infante Luis y cuñada de Godoy, pues éste, a instancia de los monarcas, había casado con María Teresa, hermana mayor de María Luisa. La Reina, consentidora de que se celebrará este matrimonio, presionó a su hijo para que diera su consentimiento. Fernando lo dio forzado y falso, pero tan pronto se vio libre de la presencia de su madre, corría a pedir auxilio a Escóiquiz, que corrió entre el pueblo el rumor del interés de Godoy en celebrar este enlace, que estribaba en seguir detentando el poder cuando falleciese Carlos IV.
Bajo la batuta de Escóiquiz, la camarilla que rodeaba a Fernando decidió cambiar el rumbo de su política, mostrándose francófila en contraposición a la de Godoy, que iniciaba un acercamiento a Inglaterra. Escóiquiz, desde su destierro, propuso al embajador galo, Marqués de Beauharnais, concertar el matrimonio de Fernando con alguna joven de la familia imperial. Mientras, Godoy negociaba con Napoleón el reparto de Portugal, que habría de otorgarle el reino del Algarve.
En septiembre de 1807, la corte, siguiendo la costumbre de los desplazamientos anuales, se encontraba en el Escorial. Le llegaban a María Luisa noticias de que, en el cuarto de Fernando, las luces permanecían encendidas hasta altas horas de la madrugada, a lo que no dio excesiva importancia. El 27 de octubre, cuando ya las tropas francesas habían iniciado su penetración en España, Carlos IV encontró sobre la mesa de su despacho un anónimo que le prevenía contra un movimiento sedicioso que le preparaba su hijo Fernando. Aunque la ausencia de Godoy que se hallaba en Madrid, Carlos IV consultó con su esposa y, de acuerdo con ella, se personó en el cuarto del príncipe con el tonto pretexto de entregarle un libro de poesías ricamente encuadernado. El Rey, al percatarse del nerviosismo de su hijo, y de los intentos de este por ocultar unos documentos, ordenaba la incautación de todos los papeles y la permanencia del príncipe en sus aposentos bajo vigilancia. Aunque los documentos encontrado eran bastante comprometedores, el principal hallazgo fue la clave que se usaba en la correspondencia de esta, que permitió descifrar las cartas cruzadas entre la difunta María Antonia y su madre la Reina de Nápoles.
Fernando impulsado por el miedo delato a sus cómplices, y dio detalles de la intriga, hizo protestas de amor filial, se arrepintió de su felonía y reconoció la utilidad del valido. Aconsejado por Godoy, Fernando escribía a su padre y a su madre unas cartas que destilaban cobardía y vileza; pues el príncipe, ante cualquier peligro, por libre o imaginario que fuera, siempre estaría dispuesto la traición con tal de salir indemne de cualquier apuro. El 5 de noviembre al publicarse el decreto por el que se perdonaba Fernando de todos los cargos, el entusiasmo popular se desbordó en aclamaciones al Príncipe.
El partido fernandino había propagado ciegamente, porque así convenía sus intereses, que las tropas francesas venían para acabar con el valido Godoy y poner en el trono a Fernando. Godoy, aunque tarde, comprendió el engaño del que había sido objeto por parte de Napoleón y empezó a tomar medidas para poner a salvo a los monarcas, aconsejando a estos que se trasladarán Aranjuez, desde donde le sería más fácil en caso de peligro inminente trasladarse a Sevilla y desde allí ir a América. La noticia de que los reyes iban a abandonar la corte soliviantó los ánimos del pueblo viéndose obligado Carlos IV a publicar una proclama en la que negaba el viaje a Sevilla. Pero el partido fernandino, que veía frustrado el motivo principal para llevar a cabo sus planes, decidió provocar la sedición. En la noche del 17 de marzo, la multitud se lanzó sobre la casa de Godoy. La rabia de la turba aumento al no encontrar al valido, arrojando por las ventanas muebles y enseres con los que encendió una hoguera en el centro de la plaza. Godoy, que se había escondido en el desván de la casa, aparecía a los dos días vencido por la sed. Insultado y maltratado fue llevado ante Fernando, que ordenó su traslado a prisión. El tímido Carlos IV, que a sus desesperadas preguntas siempre recibía la misma respuesta: «sólo el príncipe de Asturias podrá componerlo todo», convencido ya de que la mano de su hijo andaba tras el motín, abandonado de todos y si el consejo de su Manuel, firmaba la abdicación en Fernando el 19 de marzo, con la esperanza de que sería respetada la vida de Godoy.
Fernando de Borbón y Borbón era ya rey de España, aunque no por la gracia de Dios sino por la sedición. Los cortesanos abandonaron rápidamente el cuarto del destronado Carlos IV y acudieron en tropel a rendir pleitesía a Fernando VII. Regresaron de su destierro el Duque del infantado, que fue nombrado presidente del Consejo de Castilla, el Duque de San Carlos, recompensado con la mayordomía del Palacio, y Juan de Escóiquiz, sobre el que recayó el cargo de consejero de Estado, concediéndosele la Gran Cruz de Carlos III, por sus preclados méritos sediciosos. Escóiquiz comenzó a actuar como valido y dueño absoluto de este monarca, los cálculos de Escóiquiz le fallaron, recogiendo el fruto de lo que había sembrado, pues, a la postre, el alumno, también desconfiaba de su maestro, le mandó al destierro y murió en el exilio.
El día 24, Fernando VII, montado sobre un caballo blanco hacía su apoteósica entrada en Madrid. Todo el pueblo, delirante, lo aclamaba. Ya tenían como Rey al deseado, por el que tanto habían suspirado.¿Que las tropas francesas estaban por todas partes? ¿El poder efectivo lo ejercía Murat? No había de qué preocuparse, el buen Rey Fernando pondría en su sitio a los gabachos.
Las oraciones del pueblo y las medidas de oropel que adoptó en los primeros días de su gobierno, no hicieron olvidar a Fernando VII lo precaria que era su situación, mientras Napoleón no le diera su respaldo y le reconocieron como Rey de España. Enterado de la marcha de Carlos IV y María Luisa a Bayona, se apresuró a partir para llegar antes que sus padres, dejandose engañar por el General Savary, que primero le atrajo hasta Burgos, diciéndole que el emperador le esperaba allí, después a Vitoria y finalmente a Bayona, donde se produjo la renuncia de padre hijo a la corona de España, en beneficio de José Bonaparte.
Fernando VII quedo confinado en Valençay, junto con su hermano Carlos María Isidro, su tío Antonio, el Duque de San Carlos, los Marqueses de Guadalcázar, de Feria y de Ayerbe, Juan de Escóiquiz y un grupo de servidores. Mientras, el pueblo español se levantaban armas y entregaba su sangre generosa en defensa de España dando pruebas de valor y heroísmo. Fernando VII comprendió que sólo el disimulo podía salvarle. La misma tarde que llevo a Valençay escribía la primera de una serie de cartas dirigidas a Napoleón.
En la residencia de Valençay Fernando VII insistió a Napoleón para que no olvidar la petición que le tenía hecha, de que le concediera la mano de una princesa francesa, al mismo tiempo que le felicitaba por sus triunfos militares.
Los días en Valençay transcurrieron monótonamente. Fernando se levantaba a las nueve, a las once oía misa y a continuación despachaba los asuntos y el correo. Un rato de charla, un paseo o una partida de billar antes de la comida. A las ocho se reunían todos para jugar a la lotería o al comercio. A las diez se servía la cena, tras la cual se rezaba el rosario. Antes de las doce todos se retiraban a sus cuartos. Fernando y su tío Antonio entretenían buena parte de su tiempo en el primoroso arte del bordado, en el que desarrollar un trabajo de gran complicación y paciencia. En esta sosegada ociosidad no había tiempo para la lectura, si no fuera la de algún libro religioso, ni para el estudio, y menos aún para aprender el oficio de gobernante.
El declinar de la estrella napoleónica propició el pacto de Valençay, por el que Napoleón reconocía a Fernando VII como rey de España. El monarca partía de Valençay el domingo 13 de marzo de 1814. Por todos los lugares que pasaba era recibido con entusiasmo y fervor. El deseado se iba convirtiendo en el aclamado. El 13 de mayo, hacia su entrada multitudinaria en Madrid. Se había dispuesto un itinerario que pasaba por el palacio de las cortes, donde Fernando VII debía jurar la constitución de 1812. Pero el ladino Fernando, que estaba dispuesto a ser Rey absoluto, mando variarlo. Convertido en el símbolo supremo de la Victoria, aunque no había participado en la lucha, alcanzó un prestigio que nadie le pudo arrebatar mientras vivió. Desgraciadamente, su estrechez de miras, sus propias miserias y el escaso entendimiento, impedirían dotar a España de una estructura política moderna, y sobre todo, fundir en una sola las tendencias políticas de los españoles, puestas de manifiesto en las cortes de Cádiz de 1812.
Más que inteligente era avispado, y seguía a raja tabla las 3 premisas que Escóquiz le había inculcado: el soberano, por la gracia de Dios, debe odiar a todo aquel que intente mermar su autoridad; un rey debe desconfiar de todos los que le rodean; el monarca no debe entregarse a nadie para no ser vendido. Fernando VII dispuso que todo volviera ser como antes de la guerra. Los absolutistas formulando en el manifiesto de los persas, para impedir que el rey jura la constitución. Finalmente, el Monarca decidió que: «vuelva todo al ser y al estado que tenía en 1808», tales eran las palabras del Real Decreto de 1814. Los conventos suprimidos volvieron a gozar de sus antiguas prerrogativas; se exigió de nuevo la limpieza de sangre; la inquisición volvió a ponerse en funcionamiento; su consejo privado, la camarilla, formado por algunos nobles de aviesas ideas, el intrigante Escóiquiz, y demás miembros. Lo más grave fue su política reaccionaria, que desencadenó una dura represión contra liberales y afrancesados. Todos aquellos que destacaran por su erudición, talento, elocuencia, saber y virtudes, fueron enviados a las cárceles, a las mazmorras de los castillos, a los presidios de África o Asia, y los que se liberaron de tales horrores se vieron obligados a mendigar el pan amargo de un ostracismo perpetuo. Fruto de ese malestar y de los odios que levanto su proceder, fue la conspiración del Triángulo, cuyos conjurados tuvieron la osadía de intentar llevar a cabo el asesinato del rey.
El celibato se acabo para Fernando VII desde el instante en que piso tierra española. Hombre de muchas y desordenados apetitos, su sensual naturaleza le llevo a gozar del lecho con mujeres del pueblo, acostumbrado a salir por las noches, disfrazado y bien emboscado, en compañía de su alcahuete, el Duque de Aragón, más conocido por Paquito Córdoba. Según Villaurrutia, las mozas que le gustaban a Fernando VII eran de “rompe y rasga de mucho trapillo y poco señorío”.
Era necesario que Fernando VII Contrajera matrimonio, para asegurar la descendencia el trono. Después de rechazar a varias posibles candidatas, el Rey y su camarilla pensaron que la mejor solución era emparentar con Juan VI de Portugal, huido a Brasil para no caer en manos de Napoleón cuando éste ordenó invadir su reino, que tenía la ventaja de ser vecino, no sólo en la península si no también las colonias americanas, donde ya empezaban a prender la chispa de la insurrección. Juan VI, casado con Carlota Joaquina hermana de Fernando VII, tenía dos hijas en edad casadera. Tras largas negociaciones se llegó al acuerdo de que Fernando se casaría con María Isabel de Braganza, y Carlos María Isidro con María Francisca. Fernando VII tuvo que convencer a su hermano, que había hecho promesa de permanecer célibe, para que contrajeron matrimonio. Si Carlos María Isidro hubiera perseverado en su propósito, España no hubiera sufrido la sangrientas inútiles guerras carlistas. El 22 de febrero de 1816, vencidas las dificultares, se firmaron los contratos matrimoniales de ambos hermanos con sus respectivas sobrinas carnales. El 4 de septiembre, procedentes del Brasil, desembarcaron en Cádiz, desde donde prosiguieron su viaje a Madrid.
Fernando VII ya contaba los 32 años, siendo bajo de estatura y de fuerte complexión. Su carácter era antipático y su figura, tampoco elegante, más se venía con la vestimenta de un chulapo madrileño que con el atuendo del Rey. María Isabel es una joven de 19 años, nacida en Lisboa, de cuerpo rollizo y ojos azules. la gran desgracia de María Isabel fue que vino más pobre que las ratas, sin dote y sin ajuar, aunque con la inmensa ilusión de dar a su esposo y tío pronta y larga descendencia. El pueblo, que de todo se entera, confeccionó su propio ripio para la reina y lo fijo en las verjas del palacio, el sitio bien visible, donde el rey pudiera verlo: “aparte fea, pobre y portuguesa, chúpate esa”
La conducta del Rey no varió, y siguió con su costumbre de salir embozado para efectuar sus correrías por el Madrid nocturno. María Isabel, triste y acongojada, esperaba noche tras noche que su esposo se dignase aparecer por la alcoba real, para cumplir con sus obligaciones maritales. El 21 de agosto de 1817, alumbraba Mari Isabel una niña, a la que impuso el nombre de María Luisa y que falleció a los cinco meses.
A pesar de que Marisa Luisa tenía escasos encantos físicos, era una mujer culta, sensitiva y muy aficionada al estudio. Son honestidad, honradez y piedad la hicieron ser una compañera ideal para el monarca. Pronto se anunció que la reina estaba nuevamente embarazada y Fernando VII, harto ya de acudir con asiduidad a la alcoba, reanudó sus costumbres nocturnas.
El nuevo embarazo de María Isabel contribuyó a que su delicada salud se deteriorara irreversiblemente. El 26 de diciembre, después de sufrir varios ataques de Alferecía, la gravedad de la parturienta se hizo extensa. Creyéndola muerta, después de consultar al rey y obtener su consentimiento, decidieron practicar una cesárea para intentar salvar a la criatura que llevaba dentro, pero se extrajo una niña sin vida. Marisa Luisa de Braganza y Borbón apenas reinó dos años, sin embargo, dejo una obra que hay constituye el orgullo de los españoles. Consiguió convencer a su esposo de la conveniencia de reunir, en un mismo lugar, la ingente cantidad de obras de arte que se hallaban dispersas por los palacios, o guardadas en sus sótanos. Gracias a ella nació el Museo del Prado, que se convertiría con los años en la mejor pinacoteca del mundo. El cadáver de Marisa Isabel reposa en el panteón de los infantes, junto a las otras soberanas que no dieron sucesores a la corona.
La larga guerra padecida, así como la mala administración, hundieron al pueblo la miseria. Los cargos de la administración se entregaron a los aduladores, que se distinguían por la ciega obediencia a los postulados fernandinos, haciendo de la persecución su mayor gala. Francisco Javier Elío, Capitán General de Valencia, restableció el tormento y persiguió con saña a los liberales. El ministro de hacienda, Martín Garay, de conocidas tendencias liberales, intento poner orden en las finanzas públicas, pero todas sus medidas tropezaron con el sarcasmo que empleaban los realistas para desvirtuarlas Y hacerlas odiosas a Fernando VII y al pueblo.
Sin un criterio constante en las funciones de su cargo, si norma fija, víctima de sus defectos de voluntad y entregado a la camarilla, desfilaron por el gobierno más de 30 ministro en seis años, porque ninguno le satisfacía y nadie le llenaba. El proceder de Fernando VII, arbitrario desigual, originó una fuerte reacción por parte de los liberales perseguidos, quienes, en la sombra, se prepararon para que las cosas volvieron al estado en las que dejó la Constitución de 1812. Pronto surgieron los primeros chispazos contra la conducta de Fernando VII. Milán del Bosch y Lacy se levantaron en Cataluña, Mina se alzo en Pamplona, en La Coruña lo hizo Porlier. Un Rey más observador y menos vengativo se hubiera percatado del profundo malestar que embargaba la sociedad; pero el deseado pensó que todo se solucionaría condenando a muerte a los principales sediciosos: Lacy, Porlier, Vidal y Richard, comisario de guerra.
Todas las clases Sociales se sentían víctimas de un gobierno ignorante y opresor. La nobleza, desposeída de actuar en política, quedó reducida a figurar en la servidumbre palaciega; la Marina estaba casi reducida a la faluas de Aranjuez, en las que se paseaba por el tajo la Familia Real; las artes, las ciencias, la industria y el comercio se encontraba mudas y desamparadas; el clero, tan mimado y complacido, se sentía receloso; en el seno del ejército, hambriento y mal pagado, anidaba un foco de resentimiento. El deseado, que había sido aclamado y vitoreado por un pueblo ansioso de su regreso, consiguió trocar el entusiasmo en el más absoluto desvío, enfrentando los españoles unos contra otros. Sé gestaban tiempos difíciles para el monarca, a quien los años habían convertido en un perfecto simulador, capaz de engañar, incluso, a los que trataban con más intimidad.
La corte se inquietaba por la falta de un heredero y apremiaba a Fernando VII, avejentado duramente por su vida de crápula, para que contrajeron matrimonio, pues el monarca tenía ya 34 años, en un tiempo en que las expectativas de vida no iban más allá de los 40. La elección recayó sobre María Josefa de Sajonia, de 15 años de edad, hija del Duque Maximiliano de Sajonia, primo hermano de Carlos IV, y de Carolina de Parma, hija del Duque Fernando I y hermana de la Reina María Luisa de Parma. Por lo tanto, María Josefa era prima segunda y a la vez sobrina segunda de Fernando VII.
María Josefa, educada en un convento desde los tres años, sin ver ni tener noticias del mundo, había recibido una educación tan precaria que ni siquiera se le había preparado para cumplir con sus obligaciones de esposa, ya que las monjas le habían inculcado la creencia de que los niños venían el mundo gracias a las simpáticas cigüeñas. Su padre, que conocía la vida de su futuro yerno, no se dignó a informarla, quizá por no asustar más a su cándida hija, que ya estaba horrorizada de tener que casarse con un anciano. Al despedirla le dijo: «intenta ser con el tan dócil como lo ha sido con las monjas”.
El 2 de agosto de 1819, María Josefa traspasaba la frontera por Fuenterrabía. Días después, un Madrid engalanado la recibía con arcos de triunfo y festejos. Fernando VII quedó bastante satisfecho con el aspecto de esta jovencita de mediana estatura, grandes y hermosos ojos azules, pequeña, cutis fino y sonrosado, boca bien dibujada, aunque más triste que un sauce.
Celebrada la misa de velaciones, Fernando VII se dispuso a consumar el matrimonio. Cuando su esposo se puso acariciarla, María Josefa, que no había sido informada de lo inevitable para perpetuar la especie, fue presa de un terror tan grande que acabo por orinarse y defecar, obligando a su esposo a salir de estampida de la alcoba.
Pasaban los años, y María Josefa, con gran preocupación del Rey, no daba señales de quedar embarazada. La falta de descendencia acrecentaba las esperanzas de Carlos María Isidro de suceder a su hermano en el trono. María Josefa moría, prematuramente, el 18 de mayo de 1829 en el palacio de Aranjuez, a consecuencia de unas fiebres a la edad de 25 años. Sus restos fueron inhumanos en el panteón de infantes del Escorial.
Sin sospecharlo, la suerte de Fernando VII y de su trono se hallaron muy amenazados. Las logias masónicas, que fueron desplegando una gran actividad durante estos años, eligieron a Cádiz, donde se hallaban acantonadas las tropas destinadas a sofocar los levantamientos de las colonias americanas, para preparar un levantamiento que derribara el absolutismo real. La sublevación se vio favorecida por el disgusto que manifestaron los soldados a embarcar, y por la labor de los agentes argentinos, que desembolsaron grandes sumas de dinero, tratando de evitar que las tropas llegarán al río de la plata y malograsen el movimiento separatista.
Decidida la sublevación, Francisco Javier Istúriz, Antonio Alcalá Galiano y Juan Álvarez Mendizábal, decidieron poner al frente del pronunciamiento del Coronel Antonio Quiroga y al comandante Rafael del Riego. El 1 de enero de 1820 Riego se levantaba en Cabezas de San Juan, venciendo en Arcos al General Cabrera, jefe del ejército expedicionario. Quiroga, que se dirigía Cádiz, desde Alcalá de los Gazules, fue detenido por Luis Fernando de Córdoba cuando salía de San Fernando. Este contratiempo hubiera hecho fracasar el movimiento de no haberse sumado a el La Coruña, Zaragoza, Barcelona, Pamplona, etc. y el conde de la Bisbal, que se sublevaban Ocaña, con las tropas que le había confiado el gobierno para sofocar el pronunciamiento.
Fernando VII, atemorizado por el cariz que iba tomando la rebelión, y teniendo que se sublevara la guarnición de Madrid, se apresuró a jurar la constitución de 1812, publicando manifiesto en el que aparecía la célebre frase: «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.
El Rey, que no había aceptado noble y sinceramente la Constitución, alentaba las conspiraciones y conatos de los absolutistas. Los ministros liberales, conocedores del despego que Fernando VII sentía hacia ellos, y recordando anteriores prisiones de agravios, se mostraron secos y reservados en el trato con el Rey. Los abusos de los liberales más exaltados, que llevaría al partido a escindirse en moderados y radicales, las logias masónicas, las sociedades patrióticas y la reuniones revolucionarias del famoso Lorencini, del de la Cruz de Malta y del de la Fontana de Oro, así como la insinceridad del Monarca, contribuyeron al desorden y a la citación de las pasiones.
Con demasiada frecuencia tuvieron que oír Fernando VII y los absolutistas la insultante y grosera canción de trágala, que habían traído las libertades de Cádiz. A las primeras dificultades que surgen entre el monarca y los ministros, no dudaban estos en sacar a las masas a la calle. Bastaba el griterío de la muchedumbre y el creciente resonar ante palacio del trágala, para que aflorase la innata cobardía de Fernando VII, que volvía amansarse y permanecía un tiempo sin abrir intrigas. Por esas fechas, debió abrir Fernando VII su libro verde, donde anotaba, en caracteres sólo descifrables por el mismo, los nombres de sus futuras víctimas.
Fernando VII había solicitado, secretamente, la ayuda de la santa alianza, para que liberada de la opresión en que vivía, logrando que el congreso de Verona acordase la intervención armada en España, con el objeto de contener el desarrollo de las ideas liberales. El trienio liberal terminaría el 7 de abril de 1823 con la entrada en España de los llamados 100.000 hijos de San Luis, al mando del Duque de Angulema. Los escasos focos de resistencia que se pusiera al ejército de Angulema, fueron prontamente dominados. El gobierno se trasladó a Cádiz llevando consigo al rey, que fue declarado demente y suspendido en el poder por la resistencia que puso a partir. El apretado cerco en que el ejército francés tenía Cádiz, hacia inutil la resistencia. Fernando VII firmó un decreto garantizando la seguridad de los liberales. Pero, al día siguiente, libre ya de la vigilancia de los constitucionalistas y arropado por las tropas de Angulema, publico otro decreto por el que derogaba todas las disposiciones dadas en el día anterior, quedando perfectamente retratado el carácter del Monarca sentado otra vez en el trono de San Fernando, declaró nulos y de ningún valor todos los actos del llamado gobierno constitucional. La reacción absolutista fue tan monstruosa qué disgusto profundamente a Luis XVIII de Francia y a los demás soberanos, miembros de la santa alianza (Austria, Rusia y Prusia).
Comenzaba el segundo período absolutista llamado la década Ominiosa. El 13 de noviembre, el monarca hacia su entrada en Madrid, sentado en un carro triunfal, tirado por 24 jóvenes y en medio de la muchedumbre, que le recibía a los gritos de «viva el rey absolutamente absoluto, vivan las cadenas”.
La reacción absolutista trajo unos años de crímenes políticos, de asesinatos y proscripciones, que ensombrecieron los anales de esta desgracia de España. La pasión política, llevada al último límite, arrastro al suplicio a muchos hombres. Los liberales fueron perseguidos como si fueran perros rabiosos. Como los tribunales ordinarios se veían imposibilitados de juzgar a los presos políticos, dado el excesivo número de ellos, se constituyeron unas comisiones militares, con carácter ejecutivo, que si hicieron celebres por las crueldades que cometieron.
Los acontecimientos internos que vivía España propiciaron los movimientos de independencia en los dominios americanos. La llamada doctrina Monroe: «América para los americanos», en la que Estados Unidos reconocía el pleno derecho a apoyar y reconocer la independencia de la Repúblicas del Sur y del centro de América, vino acabar con las esperanzas. Mexico, Venezuela, Colombia, Chile, Perú, Argentina, América Central, todas fueron obteniendo su independencia, sin que la metrópoli, sumida en un caos, pudiera hacer nada para evitarlo. Hasta la Florida tuvo que ser entregada a los Estados Unidos.
Así estaban las cosas, cuando en 1829 Fernando VII enviuda por tercera vez, sin haber logrado descendencia. A los 45 años, el monarca tenía un cuadro clínico que preocupaba bastante. No obstante, el Rey mostró impacientes deseos de tener una cuarta esposa. María Cristina de Borbón, nacida en Palermo el 27 de abril de 1806, hija de los Reyes de Nápoles, Francisco I que la infanta Isabel, hermana de Fernando VII, sería la elegida.
El 11 de diciembre de 1829, María Cristina hacia su entrada en Madrid. María Cristina, bien aleccionada por su hermana Carlota, supo ganarse la voluntad del Rey. Se mostró como una mujer de talante liberal, atenta, espontánea, asequible a las gentes del pueblo y, sobre todo, respetuosa con la susceptible aristocracia. Esta esta actitud le iba ser de gran utilidad en muy breve tiempo.
Fernando VII se lamentaba con tristeza, de que su pasada vida de crápula y las dolencias que le aquejaba le impidieran gozar con más de asiduidad de esta espléndida mujer. María Cristina lograría de Fernando VII lo que sus anteriores esposas no habían conseguido, atar a su marido al dulce hogar, ejercer un beneficioso influjo en el carácter del Rey y atemperar el rigor de las medidas políticas, contra los liberales, con numerosos indultos.
A los dos meses de consumado el matrimonio se anunció embarazo de la Reina. Fernando VII quedo enajenado de alegría. El 29 de marzo, alentado por su esposa, por su hermano Francisco de Paula, y por la esposa de este Luisa Carlota, consciente del problema sucesorio que se iba originar en caso de que naciera una niña, promulgó la pragmática sanción, redactada por Carlos IV y archivada por razones políticas, que abolía el acta real, promulgada por Felipe V en 1713, y legitimaba el derecho hereditario de las mujeres al trono, tradición en la historia de España de acuerdo con la ley de las siete partidas. La derogación de la ley Salica originó las protestas de Carlos María Isidro y de sus partidarios.
El 10 de octubre de 1830, María Cristina alumbra una niña, a la que se le impuso el nombre de María Isabel Luisa, la futura Isabel II. Los liberales, que hubieran preferido un varón se sintieron defraudados. Carlos María Isidro y sus partidarios, estaban dispuestos a que se cumplirá la Ley Salica, se sintieron eufóricos. María Francisca de Braganza, ya se creía la futura Reina consorte, pondría en movimiento su camarilla de clérigos y absolutistas más recalcitrantes para hacer tabla rasa de la pragmática sanción.
María Cristina quedó nuevamente embarazada. El 30 de enero de 1832 nacía otra niña, Luisa Fernanda, que años más tarde contraería matrimonio con Antonio de Orleans. La salud de Fernando VII iba declinando. En septiembre de 1832, encontrándose la corte en la granja, Fernando VII sufría un ataque de gota tan violento que se temía por su vida. El mismo Tadeo Calomarde propuso a la Reina que despachara los asuntos del gobierno mientras durara la enfermedad de su esposo, y en caso de que falleciera el monarca, quedará como reina gobernadora mientras durara la minoría de edad de su hija Isabel. A mismo tiempo, ofrecía a Carlos María Isidro asociarlo a la regencia, pero el Infante rehusó esta fórmula y le contesto «no soy yo el que quiere la guerra civil, sois vosotros, puesto que os obstináis en sostener una causa injusta” María Cristina se horrorizó ante la posibilidad de que estallara un enfrentamiento entre españoles, y en su deseo de que no hubiera derramamiento de sangre, estaba dispuesta a hacer renuncia de sus derechos y a los de su hija. Ante el lecho del postergado y moribundo Rey, suplico, lloro y rogó para que revocara la pragmática sanción, pues prefería salvar la vida de sus hijas que no disputar, a costa de la sangre de los españoles, un trono tan problemático. El 18 de septiembre, Fernando VII firmó, con mano temblorosa y con un garabato apenas legible, el decreto que anulaba la pragmática sanción. María Cristina sólo exigió que el decreto no se hiciera público mientras viviera el Rey.
Tadeo Calomarde, solapado absolutista, en la creencia de que el Rey moría, se apresuró hacer copias del decreto y quebranto el silencio que había impuesto la Reina. Los cortesanos que pululaban por la granja, al tener noticias de la derogación, se apresuraron abandonar las estancias de María Cristina y acudieron a rendir pleitesía a Carlos María Isidro y a María Francisca, creyendo que en breves días serían sus reyes. Sin embargo contra todo pronóstico, Fernando VII recobró el conocimiento y mejoró de su estado enfermizo. Fue digno de ver como los serviles cortesanos abandonada precipitadamente los salones de los infantes y volvían, sumisos y contritos a las estancias de María Cristina.
Fernando VII, ya repuesto de sus dolencias, mandó anular el decreto que derogaba la pragmática sanción. Tadeo Calomarde fue desterrado a Olva de Aragón, de donde consiguió huir a Francia disfrazado de fraile. El rey recupero la plenitud de sus poderes y asocio a la Reina al gobierno.
María Francisca, con el pretexto de ir a visitar a su hermano, el rey Miguel de Portugal, partió el 6 de marzo de 1833 junto con su esposo para Lisboa. Ante la invitación que les curso Fernando VII, para que asistiera a la reunión de las Cortes, que se celebraría en Madrid el 30 de junio, para jugar fidelidad Isabel como princesa de Asturias, Carlos Maria Isidro se negó a acudir y envió una carta en la que manifestaba su repulsa al nombramiento de Isabel como heredera, y por privarle de sus derechos al trono. El Rey respondió a este desacató con el destierro de su hermano y de su cuñada a los estados pontificios. Así dió fin la relación de los hermanos que habían permanecido juntos toda la vida. La situación que se planteaba en España era grave, ya que se iba a desencadenar una horrorosa guerra fraticida. En palabras de Miguel Artola: «el problema jurídico no es sino el pretexto que sirve para desencadenar el conflicto que existía entre dos tendencias políticas, y aún más entre dos grupos sociales que no aceptaban convivir”
La salud de Fernando VII declinaba de forma irreversible. Afectado por la gota, la hernia y algo de retención de orina, apenas sí podía andar, teniendo que ser transportado en una silla. La hinchazón y deformidad de su cuerpo le producía una fláccida debilidad. Había días en que no podía acostarse a causa de los ahogos que le producía el asma, por lo que tenía que permanecer acostado en un sillón, entre almohadones, en posición vertical, para que pudiera entrarle el aire. Todos estos síntomas le produjeron un estado depresivo y la pérdida de su capacidad intelectual.
El 29 de septiembre de 1833, en Madrid, a los 49 años de edad, moría Fernando VII de una fulminante ataque de apoplejía. La rápida descomposición de su cuerpo obligó a exponerlo al público en un féretro herméticamente cerrado. Terminaba el nefasto reinado de Fernando VII. Nadie lloroso muerte. María Cristina, nunca lo amó. Su hermano Carlos María Isidro, se apresuró hacer valor sus derechos sucesorios. Los liberales saltaron de alegría por el fin del que había sido su más encarnizado enemigo. Dejaba si, odios, rencores y malquerencias. Así debió comprenderlo Fernando VII antes de morir cuando, ya en los potreros momentos, murmuró: “Estoy seguro de que sólo sentirán mi muerte los cómicos, porque con el luto oficial van a quedarse sin comer una temporada”.
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Reblogueó esto en El Blog de José Blas Molinay comentado:
Siempre habrá quien disfrutando de una posición de privilegio optará por aprovecharla para hacer el mal en lugar de el bien, sin lograr más que un pobre beneficio, comparado con la gloria que podría alcanzar actuando de la otra forma. Pero como este…. ninguno.
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